Martina.
Martina no tenía nada, ya nada le quedaba, ya nada le pertenecía. Ni siquiera nombre tenía porque ni Martina se llamaba. Lo había perdido todo a lo largo de tantos años, que a veces pensaba que ni sombra le quedaba. La pobre Martina, que nada tenía ya, lo único que poseía de verdad era una vieja agenda de 1983, ajada y derruida, delgada, febril, como ella misma. Vivir sin nada salvo una agenda, alguien que no tenía ni un lugar fijo para dormir, era una cruel ironía. ¿Qué sería aquello tan importante y vital que ella, que malvivía en la calle, tenía que apuntar? ¿Qué cita tenía que recordar alguien a quien nadie quería ver? ¿Qué era eso tan necesario de recordar para alguien que había olvidado su propio pasado?
Porque Martina lo perdió todo aquel día de 1983 que todo lo marcó, que todo lo significó y que todo lo derrumbó. Aquel día el mundo que Martina conocía desapareció por completo, se hundió llevándose consigo el todo y la nada, la nada y el todo. Porque aquel día de aquel año, aquel día que desde entonces siempre recuerda, perdió el interés por la vida cuando el único y verdadero amor perdió la suya. Y desde entonces, de manera paulatina, fue perdiendo el apetito, la orientación, el sueño, las ganas, los fantasmas, la identidad, las ganas de canturrear sin sentido, las amistades, la paciencia, la salud, el trabajo, la alegría, el dinero, la ilusión, la casa, las pertenencias, el equilibrio, el olor a agua fresca, el color de las mejillas, el tinte del pelo, las palabras, la figura.
Lo fue perdiendo todo menos aquella agenda a la que se aferraba como el único tesoro que aún tenía, que aún conservaba, la única cosa que todavía no le había arrebatado. Aquella agenda que el amor de su vida le había regalado aquella noche de Reyes de 1983 en la que durmieron juntos por última vez. Aquella noche en la que la vida se detuvo para que disfrutaran de cada instante, de cada caricia, de cada beso, sin avisarles de que aquella sería la última vez que se verían, que se morderían, que se olerían. La última noche de todas las noches que pasaron en compañía. La última noche, sin saberlo, que Martina podría tocarle. Porque a la mañana siguiente se despidieron, como siempre, de manera oculta y furtiva para volver cada uno a su vida real, esa en la que no compartían nada más que secretos y confesiones a escondidas. Porque después de aquella mañana, el amor de Martina desapareció sin dejar rastro ni huella. Y a la pobre Martina la fue matando la ausencia injustificada, el desconocimiento, el silencio, la incomprensión y la falta de explicaciones. A Martina la fue apagando el no saber nada de quien lo fue todo.
Fue menguando y desapareciendo hasta no ser nada ni nada tener, hasta perderlo todo y perder, el mundo, lo poco que sabía de ella. Y comenzó a vivir y mendigar por las calles, a malvivir, a tener pesadillas despierta y dormida, a merodear todos los días por las calles en las que creía que él vivía. Pero no, no encontró el mínimo rastro. Ni de él ni de la vida que compartieron hasta aquella noche. Y se aferró a esa agenda como si de ella dependieran todos sus alientos. Se convirtió en su única compañera, su única amiga. En ella apuntaba lo que sentía, hacía pequeños dibujos, escribía pequeñas listas de la compra, recetas que recodaba, números de teléfono que alguna vez marcó, su nombre verdadero, el nombre de aquel amor, sueños, esperanzas, miedos. E iba añadiendo hojas que encontraba cuando se quedaba sin espacio.
Como casi todos los días, me acercaba a llevarle un café caliente y algo de comer. Hablar con ella se había convertido en una pequeña rutina para mí al volver del trabajo porque desde el principio me llamó la atención la loca de la agenda, como la llamaban. ¿Qué podría ser tan importante para ella que no podía olvidar? ¿Qué era eso tan necesario de recordar para alguien que había olvidado su propio pasado y que no tiene, casi, ningún futuro? Hicimos amistad, la amistad que se puede tener con alguien que no quiere saber nada del mundo ni de los seres que en él habitan, alguien que nos devuelve el desprecio que, alguna vez, todos le hemos dado. Martina, vagabunda con agenda de 1983, curioso personaje pensé cuando la conocí. Y será por esa seudo amistad que labramos, que una noche me confesó que todas las hojas de su agenda estaban ya completas y repletas, todas excepto una; la del 5 de enero.
Me contó que aquella fue una noche tan especial que no quería manchar su recuerdo con ninguna palabra porque con ninguna palabra sería capaz de resumir todo lo que sintió. Aquella, me confesó con la mirada más triste que jamás había visto, fue la noche más importante de su vida, en la que todo acabó y todo empezó, en la que terminó la primavera y empezó el largo y oscuro invierno. Esa noche perdí a quien amaba, desapareció y por eso decidí desaparecer junto a su recuerdo, olvidarme de la vida que tenía hasta entonces porque sin él no podría seguir viviéndola. Y me la enseñó, una hoja blanca y sin arrugas, con las líneas vacías, sin ninguna anotación, sin mácula alguna. Tal y como quedó su vida desde entonces, blanca y sin perspectivas.
Entonces se levantó y me dijo adiós, me agradeció todos los cafés y todas las charlas. Frente a mí ya no estaba Martina, sino Sonsoles, había vuelto a ser ella sólo por un instante. Y las dos me dieron las gracias, y las dos se despidieron de mí, y a las dos la vi, en un suelo cuerpo, desaparecer entre el ruido de la ciudad. Y ni de Martina ni de Sonsoles volví a saber.
Entiendo que comprendieron que si no eran capaz de encontrarle quizá desapareciendo él las buscaría, para volver a fundirse en un sólo cuerpo, para volver a ser lo que eran y lo que fueron.
Para volver a aquella noche de 1983.
Para usar aquella agenda sólo para anotar los besos que se volverían a dar.
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