Vulgaridad.


Para ser feliz hay que liberarse de las obsesiones, como la de buscar incansablemente la felicidad porque lo más fácil es que no encuentres la más completa y al final, como consecuencia, sufrirás cierta frustración. Disfrutaríamos más el tiempo, seguramente, si no nos obsesionáramos con el dogma de vivir cada minuto como si fuera el último, porque tanta intensidad no puede ser buena y porque la vida está, simplemente, para vivirla, porque además, si caes en la consciencia de que no has vivido el último minuto de manera especial y que lo has malgastado realmente leyendo estas líneas, volverás a caer en el desasosiego. Y esa palabra es tan fea que no merece la pena ni tomarse un café con ella. Si no tuviéramos ese obsesivo miedo de vivir cada día en nuestra zona de confort porque nos han hecho creer que solo saliendo de ella encontraremos la más absoluta dicha y cumpliremos todos nuestros sueños, disfrutaríamos más de las tardes de sofá y series y no nos sentiríamos tan estúpidamente culpables por dejar sueños sin cumplir, porque una cosa está clara, ni todos los sueños merecen ser perseguidos, no todos tus sueños se cumplirán, los sueños mutan y cambian cada día y, lamentablemente, no todo el mundo tiene la capacidad de perseguirlos. Ni las ganas. Ni el amor propio. Y no por eso tenemos que crucificarlos.

Para creer más en nosotros mismos deberíamos dejar de obsesionarnos con la idea de imitar las heroicidades de los dioses anónimos cuyas historias inundan las redes sociales y fijarnos más en que somos seres imperfectos con ciertas virtudes, las propias, las personales, las que nos definen y las que verdaderamente tenemos que potenciar, la de ser romántico, la de hacer bien la pasta o el arroz blanco, la de ser de puntual, la de ser inteligentemente divertido, la de mantener inconscientemente el perfecto equilibrio en la gente que te rodea, la de ser una referencia cuando las cosas van mal y quienes viven junto a ti necesitan un hombro donde apoyarse. La de ser normal, rutinario, tener la capacidad de caer bien a los demás, de ser una persona de confianza, de alegrar al mundo con una simple sonrisa. Ser normal, simple, humano y casi mundano, en estos tiempos en los que ser extraordinario parece una obligación, sería la mejor de las virtudes a potenciar, sin mayores obsesiones, sin mayores lujos superfluos, sin mayores pretensiones, sin ornamentaciones de carácter, sin aparentar más que lo necesario, sin la obsesión de destacar. Sin obsesiones.

Para ser feliz hay que asimilar que encontrarla es un camino complicado y que no siempre, en todo lo que hagamos, la conseguiremos. Porque el fracaso forma parte de todo este teatro en el que vivimos, y que por mucho que nos guste, no debemos comprar todo el humo que nos vendan por muy bonito que nos parezca, por mucho que brille, por muy dulce que sea su apariencia. No debemos hacer caso a todo lo que nos dictan por aquella obsesión de destacar por no destacar en nada, por ser una persona simple, de andar por casa, de gustos sencillos, de zonas de confort, de límites establecidos. Cumpliremos sueños, lo haremos, pero sueños que se adapten a nuestras capacidades reales, sueños que en definitiva realmente nos pertenezcan y que podamos perseguir, que podamos alcanzar. Sueños que podamos soñar.

Hay que liberarse de las obsesiones antes de que ellas se apoderen de nosotros. Hay que ser uno mismo cueste lo cueste, a cualquier precio, mantener intacta y activa la capacidad de decidir qué hacer, cuándo hacerlo y de qué manera. Hay que morir habiendo vivido siguiendo el dictado de nuestro corazón, de nuestra intuición, de nuestra capacidad humana de reflexión.

Y si nos hostiamos, que sea por nuestra culpa. Y si vencemos, que sea por nuestra causa. Y si somos felices, que sea por nuestra propia búsqueda. 

Y cuando encuentres lo que te haga feliz, no lo sueltes ni un minuto, no sea que lo pierdas de vista y no seas capaz después de encontrar el camino de vuelta.

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