Ocaso.
Al igual que no nos damos cuenta de
la leve transición entre el atardecer y la llegada de la noche, que llega así
de manera instantánea y sin que se perciba, las mejores cosas de la vida llegan
así, lentamente, a fuego lento, aparecen y se instalan en una cómoda y simple
transición. Donde antes no había nada, ahora, existe un todo. Un todo completo y absoluto. Un todo del que
ya no se puede prescindir.
Así como los vicios, me refiero a
los buenos, acaban por formar parte de la rutina, ese todo del que hablaba es
incapaz de abandonarnos. De la misma manera en la que necesitamos un café a
media mañana o un cigarro después de comer, de la misma manera una persona se
convierte en un vicio sano y recomendable para la salud. Una necesidad
imperiosa para alimentarnos física y espiritualmente en el día y, en el mejor
de los cosas, hasta el último minuto del último día de nuestra existencia. Porque
si ese todo que nos completa no lo hace hasta el final, ¿para qué abrirle la
puerta?
Y ese todo del que hablaba llega
repentinamente, de la misma manera en que la noche se hace presente entre una
parada de autobús y la siguiente, y tú sin darte cuenta de que eso estaba
sucediendo, de que se estuviera haciendo de noche. De esa misma manera una
persona se va adueñando de tus atardeceres, de tus madrugadas, de tus paseos
por la tarde. Esa persona, que de manera paulatina llega a convertirse en un
todo (incluso cuando no creías necesitar uno), lo hace de manera sibilina, a
grande pasos pero sin hacer nada de ruido, respetando tu espacio pero
ocupándolo lentamente. Diciéndote elegantemente ey tú, escúchame, he llegado para convertirme en una necesidad que no
creías tener y para llenar un vacío que no considerabas tan grande. ¿Y qué
vas hacer, no abrirle la puerta, no dejarle entrar, no darle todas las
facilidades para que, paso a paso, como el anochecer, pase a ocupar una parte
importantísima y vital en tu vida? Pues claro que no, aparte de abrir la puerta
pones tu mejor sonrisa, abres los brazos y le pides que te prometa que si viene
que sea para quedarse, para no irse jamás, para no abandonarte, porque en el
momento en que te conviertas en una necesidad, en el instante preciso en que te
conviertas en el progresivo y dulce ocaso de mis días, tendré la necesidad de
tenerte cerca y, una vez en ese punto, no podrás marcharte.
Igual que no nos damos cuenta de
que adoptamos una rutina que antes no teníamos, nos enamoramos de la misma
manera, dándonos cuenta que hacerlo era estrictamente necesario y hasta que
podría ser vital. Enamorarse no es, como antes podrías pensar, la anulación de
tu personal existencia, tu pérdida de identidad, la ausencia de libertad. No,
no lo es, porque enamorarse de verdad y poco a poco supone reinterpretarte,
mejorarte, alcanzar un estado de libertad compartida distinto a lo que tenías,
porque antes, seguramente, confundías libertad con egoísmo y ahora, querido
amigo, la cosa cambia. Además, lo hace sin que te des cuente, de la misma
manera en la que el anochecer llega a través de los ventanales de este autobús
que te lleva a casa y tú, absorto en ese mar de coches y personas que se
agolpan en la calle, no te has dado cuenta.
Igual que no nos damos cuenta de
la leve transición entre el atardecer y la llegada de la noche un buen día
descubrimos que estamos totalmente enamorados.
Y cuando te das cuenta de eso, ya
no hay marcha atrás.
Lo mejor que puedes hacer es, como yo, acomodarte y disfrutar del viaje.
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