Cuatro paredes.

       

           Construir un castillo de arena y encariñarte con él. Ahí comienza el problema. Es el fin.

        Desde la primera piedra que pudiste observar cómo se tambaleaban los leves cimientos que colocaste, aunque no le diste importancia. ¿Cómo se va a caer si parece fuerte y sólido? Es de locos. Día a día veías como se alzaba hacia el cielo, te ilusionaste con cada nueva piedra y claro, al final vas y te encariñas. ¿no se te ocurrió pensar que en cualquier momento todo podría desaparecer? No, que va, estabas muy ilusionado, muy encariñado, muy enamorado, apasionado. Construiste paredes, compraste muebles una y otra vez, decoraste, pintaste las paredes, te encandiló la luz que pasaba por las ventanas, te gustaba cada rincón del castillo, era tu fortaleza, era algo incorruptible y obviabas los pequeños desconchones de las paredes, las humedades, que alguna puerta no cerrase del todo, que suelo hiciera crujiera en mitad de la noche. Olvidaste siempre que estaba hecho de arena. Detalles sin importancia. Pequeños desperfectos. Minúsculas heridas. Todo eso era normal porque no todo es perfecto y porque si todo fuese perfecto no sería normal. 

          Todo marcha bien hasta que la ansiedad provoca que vivir entre sus paredes sea insoportable. Pero eso ya lo sabías, eras consciente de que los castillos de arena, por muy castillos que sean, tienden a desvanecerse.  Tienden a caer. Y si tú estás dentro, tienden a sepultarte. Entonces la luz que pasa por las ventanas no ilumina como te gustaría, los muebles no quedan bien en ningún sitio, las humedades se vuelven negras, te irrita el chirriar de las puertas y el crujir del suelo te despierta cada noche. Y qué decir de las paredes. Te parecen de metal, altas, tan altas que no ves el techo, frías, peladas totalmente, apoyas la espalda y te arañan. Pero eso ya lo veías llegar. Ayer era tu palacio, hoy no lo reconoces. Hoy no sabes muy bien qué es.

            Todos tenemos, tuvimos y tendremos nuestros castillos y de ellos nos encariñamos. Un amor, un trabajo, una amistad, una simple idea se convierte en tu palacio. Si no tuviéramos castillos no tendríamos nada porque no tendríamos nada que defender. La vida sería muy distinta sin castillos, nos tendríamos que conformar con vivir de hostal en hostal, con cuatro paredes de cualquier altura y color, nos daría completamente igual.  Eso sí, ningún castillo, por hermoso que sea, debe convertirse en una prisión.

            Y cuando veas cómo se derrumba al menos te quedará el consuelo (¿y la esperanza?) de pensar que sí, que era bonito, pero que seguramente no era lo que merecías. Asegúrate eso sí de no estar dentro cuando eso suceda. Si te hundes con él estarás literalmente perdido. Antes de eso, huye, desaparece antes de que sea tarde.

                Antes de que ese castillo sea la peor losa que tengas en tu vida.

                Afortunadamente ningún castillo es el definitivo.

                Y cualquier dia, como por ejemplo hoy, es el mejor dia para comenzar a despedirte de él.



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