Palais de l'Est
No anheles aquello que no es libre
para anhelarte a ti. Fue lo primero que pensó cuando
cerró tras de sí la puerta de aquel bar, llevado por un sentimiento del que le
costaba diferenciar la derrota, la vergüenza y la culpabilidad, algo
irreconocible entre la decepción y el triunfalismo. Se besaron. La besó. Y
aquel fue el primer paso hacia la desesperación. Qué triste, pensó, desear que
algo suceda como si de ello dependiese tu vida entera y no poder disfrutarlo
con la intensidad que imaginaste.
Y sí, creételo, la besaste.
No,
no tendrían que haberlo hecho, pero aquella noche volvieron a ser dos
adolescentes, dos soledades que se encontraron sin buscarse y que, sin saberlo,
se necesitaban desde el primer momento. Ella quería escapar de una vida que le
ahogaba, de una pareja que no la comprendía, del fantasma demacrado de quien
una vez fue ella misma. Quería un instante efímero de eterna e intensa
fugacidad. Quería sentirse viva. Él, simplemente, cada noche creía en los
amores imposibles. No existían otros, le dijo. Ella, proponiendo el juego, dijo
llamarse Satine. Él, reconociéndolo, le susurró al oído que esa noche se llamaría
Jack, pero hoy no dejes que me hunda.
Y salieron a la calle, a un Madrid que quería ser carabina y Celestina, que
callaría todo lo que viese, que sería cómplice, que les envidiaría.
Se prometieron que no habría un
mañana. Sabían desde el principio que no amanecerían juntos, que no dormirían
abrazados, que ni siquiera dormirían. Aquel bar fue el principio y el final. Se
prometieron que no pensarían en bombones de San Valentín ni corbatas en
Navidad. Se prometieron no soñar con Paris, ni imaginar casas con jardín, ni
niños temblorosos que acuden a su cama en mitad de la noche para aliviar las
pesadillas. No habría sorpresas, ni riñas, ni reconciliaciones. Se prometieron
olvidar sus nombres, su olor, el tacto de sus manos, todo lo que pudieron
sentir con aquel primer y único beso. Se
prometieron no pensar en bailar baladas o imaginarse en un cine de verano. Se
prometieron que jamás se recordarían. Se obligaron a prometerse que ni siquiera
esa noche habría existido. Se prometieron no aferrarse a la dulce idea de que
las promesas están para romperse. Ella le hizo prometer que olvidaría su gracias por hacerme sentir viva otra vez.
Él le rogó que se prometiera a sí misma que aquella noche sería la historia más
grande que jamás habría vivido y que, al menos, recordaría siempre esa
sensación de libertad, de plenitud, no haría falta siquiera que recordara la
cara de quien la habría provocado.
Se prometieron ser solo pausa y
paréntesis, creerse que la eternidad puede durar unas horas y morir, como los sueños, al amanecer. Se prometieron olvidarse de todo porque así, cuando
el corazón tuviese la necesidad de recordar, no moriría de nostalgia.
Se prometieron tantas cosas que,
al despedirse, se dieron cuenta que en toda la noche no hicieron sino hablar y
obligarse a hacer promesas, únicamente fantasearon y una vez, una única vez, se
besaron. Y se prometieron que, de ahora en adelante, cada uno por su lado, no
volverían a perder el tiempo.
Se
prometieron separarse sin mirar atrás mientras caminaban juntos de regreso al
bar.
Y sí, la besaste, créetelo, lo hiciste. Y no, no volverás a verla. Pero
alégrate hombre, ella en cambio te recordará siempre.
No cerró los ojos
cuando os besasteis. Quería saber que aquello era real, quería saber que estaba
sucediendo.
Se estaba
prometiendo recodar ese momento el resto de su vida.
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