La fin des perdrix.


Aquella sería su tercera taza de café, la segunda sin ganas. Los vicios toman vida propia cuando la mente no tiene ningún mundo mejor en el que perderse. El camarero, amigo temporal, le rogó que no se la tomara, que si quería matar su corazón o a las voces de su cabeza, se diera al alcohol; tantos atormentados a lo largo de la historia no podrían estar equivocados. Pero éste, orgulloso, le miró desafiante. No habló. Aguantaron las miradas. Y bebió sorbo a sorbo aquel líquido negro que en ese momento tanto le repugnaba pero creía necesitar para vivir en paz.
 “Alégrese amigo – sugirió con temple el camarero- siempre podría ser peor” Y aquel que lloraba en silencio, creyendo en esas palabras la dosis necesarias de compasión que tanto necesitaba, levantó la mirada y preguntó “¿Usted cree?” “Claro jefe, podría ser usted una perdiz” Sujetando atónito la taza ya vacía, mirando con incredulidad a quien frente a él tomaba cuerpo de salvavidas, sugirió con afligida mirada que poco podía comprender. “Las perdices, por muy feliz que sea el final del cuento, mueren. Nadie les pregunta si están de acuerdo, si existe otra posibilidad, nadie les pregunta si quiere compartir esa felicidad. Simplemente se da por hecho que aceptan su inevitable destino como un acto desinteresado de altruismo. No son dueñas de nada, no gobiernan su destino, su futuro. Usted sí, usted tiene la oportunidad de decidir entre provocarse una taquicardia o salir ahí fuera, pese al frío y correr hacia lo que ansía, hacia lo que echa de menos, aquello de lo que se oculta, ir hacia lo que cree que es su destino, agarrarle de la solapa y gritarle que o permanecen juntos o que se aleje de su mente para siempre”. 
La imagen de un tipo hundido y desahuciado examinaba impertérrito al desconocido orador, con las manos temblorosas, la boca reseca y los ojos de ese tono rojo amanecer de las primeras películas en color. “No sé si se aleja de un sueño que le resulta inalcanzable, si se aleja de una mujer o varias, si se esconde de  la soledad obligada o todos sus miedos forman parte de la misma pesadilla. No lo sé. Y usted jamás me lo dirá hasta que no lo sepa realmente. Solo le pido que se levante y corra. A esta, invita la casa. Corra. No sea idiota…no sea mediocre…no sea perdiz”
 Entonces, aquel a quien sus miserias habían sepultado bajo la gabardina, se levantó, sonriendo quizá después de demasiado tiempo y sin mirar atrás, sin pedir perdón a quienes empujaba a su paso, puso paso firme hacia la necesidad que él y solo él sabía necesitar, comprendiendo por el camino que somos nosotros mismos quienes reinventamos cada día nuestro destino. Que al contrario de las perdices, podemos tener uno bien distinto al que creímos que sería el único, al que se nos determina.
 Tras ser testigo de aquello, recogí mis cosas de la mesa y miré hacia la barra buscando al camarero. Él me dijo “Amigo, ¿otro café, verdad?”

“Si. Bien cargado… pero póngamelo para llevar”

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