Des histoires simples du cinéma.
Me desvelo con las notas de un piano que en mi cabeza grita con todas las teclas negras y que toca para mí el réquiem más triste jamás escrito, con demasiado poso a despedida. Despierto perezoso, extrañado, creyendo que el pianista está junto a mi, a mi lado. No hay nadie, solo el eco mudo e inexistente de las notas. Miro al frente. Descubro asustado, súbitamente asustado la pantalla gris de la televisión. No hay nada. La película ha terminado. Me quedé dormido sin darme cuenta, y al despertar, la película ya había terminado. Me agarrota en ese instante una punzada más en el estómago. ¿Cómo es posible que haya terminado? Me encanta esa película y por idiota y perezoso me perdí los mejores momentos. Joder, no le presté la atención necesaria. Con lo que está película me gusta dejé que languideciera lentamente hasta el cartelón que anuncia su final. Y todo sin darme cuenta. Debí mantenerme despierto. O será que la película tuvo un giro inesperado sin previo aviso en el guión que acabó por rematar mi atención y la desvió hacia otro lado, hacia el sueño. O será que el DVD se recalentó demasiado y se detuvo para enfriarse y relajarse. Ese pensamiento me consuela, el un clavo de esos que queman tanto y al que uno intenta agarrarse solo cuando ya ha tropezado.
Me gusta esa película. Será por eso que empiezan a asaltarme fotogramas de ella; y me gustan, ya lo creo que me gusta. Adoro los exteriores, los decorados, los diálogos son intensos y fiables, lo irreal parece cierto, los secundarios cumplen su papel y los protagonistas hacen de cada plano una obra maestra, todos los pianos son de blanco marfil y tocan una y otra vez una canción en inglés con la intención de detener el inevitable armagedón de nefastas consecuencias, e incluso en un banco aparece Antonio Vega seduciendo animales al calor de su guitarra…
La película es cojonuda, me encanta, hasta el aroma que finjo retener entre mis manos me encanta. Sin tener ni idea de cine, juzgo que es la mejor película de todos los tiempos, aunque en algunos momentos el guión se me haga difícil de digerir, aunque me reviente pensar que cualquier guionista de pacotilla querrá apropiarse de ella, aunque ahora mismo la pantalla siga negra por los pasillo y oiga los pasos del cabrón del pianista buscando a tientas las teclas del oscuro y triste piano; aún con todo eso, ¡qué carajo!, me parece la mejor película de este arte que no entiendo.
Las imágenes en color poco a poco van despareciendo, llevandose consigo los últimos recuerdos que se agolparon al final con el deseo de ser recordados antes de morir. Lentamente el sillón deja de ser cómodo y caigo en la cuenta de que no cené. Apago la tele y antes de salir del salón, miro al DVD, le sonrío, le digo buenas noches y espero unos instantes una respuesta o una sonrisa que no tiene por qué darme. Por hoy ya no le molestaré más. Descansa.
Con ganas de irme a dormir me doy cuenta de que, sin haberlo pensado demasiado, he conseguido relajarme un poco, aunque no sirva para nada, porque no conduzco un Delorean ni soy capaz de volar para invertir el giro de la tierra, ni mi bicicleta verá a la luna de cerca, ni seré el niño que encontró un tesoro en un barco, ni los ratones hacen magia, ni el molino es ya rojo. Porque frotar lámparas ya no sirve para nada.
Porque todo esto parece ser una simple historia de cine. Por mucho que desee verla una y otra vez.
Buenas noches.
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