Cortado con sacarina.
Dicen los que saben que el otoño quiso empezar hace cosa de un mes y todavía no se ha decidido, que el verano se alargó más de la cuenta porque nos estamos cargando el planeta, que ahí están los terremotos y que España ya no es la que era, que este invierno será frío y seco pero que vendrá bien para la crisis porque así no tendremos que comprar paraguas y que el próximo verano hará tanto calor que la gente no ser irá de vacaciones y la DGT se arruinará porque no podrán poner tantas multas. Dichosas multas (dice uno que acaba de llegar y grita, quizá por eso sabe lo que se dice), no se sabe qué harán con el dinero porque las carreteras cada vez están peor. Si, si, si, afirman todos mecánicamente con un leve movimiento de cuello sin querer enfadar a ese que tanto sabe porque lo que dice, lo dice gritando. Otros, a su lado, que también deben saber mucho de todo porque agitan las manos cuando hablan como si las tuvieran envueltas en llamas, presumen pavoneando de saber las soluciones verdaderas y útiles para levantar el país y sacarlo del apuro. Deben saber mucho de lo que están diciendo porque mientras se quitan sus elegantes americanas y cambian de mano la copa y el cigarro, comienzan a gritar de tal manera que su inteligencia es incuestionable y que nadie más que ellos saben tanto ni tan buenas ideas tienen. Y gritan, ya lo creo que si gritan, tanto y tal alto que lo que más saben del primer grupo y los que más saben del segundo, se miran desafiantes gritándose con la mirada. ¡Cómo me gustaría ser tan sabios como ellos! ¡Cómo me gustaría saber gritar como lo hacen ellos!
Pero gritan tanto (seguro que lo hacen porque son los que más saben de aquel lugar, ya no me queda duda al respecto) que presto atención a la joven pareja que permanecía apartada e invisible a tal algarabía, sin gritar lo más mínimo porque por estadística alguien no debe saber tanto como los demás, y observo en su despreocupada presencia que, con tanto grito y tanta sabiduría, no les ha quedado claro si el otoño ya no existe o si es culpa de Zapatero que no llueva, si la crisis de Europa se arreglará cuando el Madrid gane al Barça, si habrá trabajo para todos cuando los impuestos bajen, si los bancos tienen la culpa de todo o la culpa es de las televisiones que no ponen nada interesante, si el cambio climático es una estrategia de los EEUU para desviar la atención sobre Irak, si la culpa de que las bravas no piquen es de que nunca ganaremos Eurovisión o si la policía ya no impone porque los jóvenes cada vez lo tienen más crudo. Se pierden, como es lógico, en la amalgama laberíntica de gritos y verdades, presumiblemente, disfrazadas de innegables.
En esas estoy cuando el camarero, al que no le hace falta gritar para demostrar que de ahí es el que más sabe, se acerca a mí con la cara de un autentico profesional de la empatía y conoce, en todo momento, cómo hay que contentar. Le pido que me cobre el café y él acompaña el platillo de las vueltas con un gesto de “qué país de charlatanes, señor mio” y una amplia sonrisa. Salgo del bar e intento olvidar todo lo que he oído.
En fin, que para no cansarte, todo lo anterior lo dijeron los que más sabían porque eran los que más gritaban. Lo peor es que siempre hacemos caso a los que mejor disimulan que saben más que nadie, griten o no. Y en España más, aquí todo sabremos de todo mientras opinar siga siendo gratis.
Comentarios
Publicar un comentario